martes, 9 de marzo de 2010

Redacción marzo; Una mujer guerrera

-¿Hola? ¿Dónde estoy?- Dije cuando me desperté aquella tarde de cinco de marzo del año 104 del calendario musulmán. Estábamos en guerra y la batalla era en Córdoba y estábamos perdiendo. Me contaron que me habían trasladado a Granada, la ciudad principal del Imperio Musulmán de al-Ándalus. Me había roto un brazo y tenía una contusión provocada por una pedrada por la cual me había desmayado. Yo era una joven musulmana que quería luchar y tenía oportunidades, ya que al estar en guerra, a las autoridades les daban un poco igual las leyes, porque para ellos cuantos más guerreros al frente mejor, ya fuesen hombres o mujeres. En caso de que me descubriesen, siempre tenía la excusa de que los cristianos me habían apresado y que, al atacar los musulmanes, no tenía más remedio que luchar.
Me recuperé un mes o dos más tarde, y para entonces ya me encontraba bien para volver a las andadas. Nada me retenía en territorio seguro. Mi madre había muerto por una curiosa enfermedad que los médicos no consiguieron descifrar. No tenía amigos ya que no tenía una ciudad de residencia fija y nadie se aventuraba a acompañarme en mis viajes. Sólo mi padre, era lo único que tenía. Era el general que dirigía las tropas de ataque al saber de mi lesión, no tuvo tregua consigo mismo hasta conquistar Córdoba, donde había combatido. Mi padre me veía dos o tres veces al año, ya que quería vivir en el frente y que yo viviese lejos, en Granada. Al verle tan pocas veces se sentía arrepentido y me concedía cualquier favor, cualquiera.
Me reincorporé a mi entrenamiento de lucha como si me quisiese torturar por algo. Le dedicaba día sí y día también, con jornadas de siete horas, hasta que vino mi padre. Todavía le recuerdo, con tristeza y como él quería que le recordase, con esperanza y con visión de futuro, siempre con nuevas alternativas. Era más bien gordo, alto, corpulento, no demasiado guapo y con un gesto impasible a cualquier suceso.

-¡Padre!-Corrí hacia él y le abracé.
-¡Hola hija! ¿Qué tal por aquí? ¿Qué tal te tratan?-dijo
-Pues bien, me recuperé de la lesión rápidamente y no me dejó ninguna marca de guerra-
-En el frente os echo mucho de menos a ti y a tu madre y no sé si tomo las decisiones correctamente-dijo-si me pides un favor, por muy grande que sea, me sentiré mejor-
-No es necesario padre…-
-Sí, por favor, hazlo por mí, no me hagas sentir culpable-
-Vale… Me gustaría entrar en el ejército-
-¿Cómo?¿En el ejército?... Vale, si tu lo quieres así, vale, pero tendrás dos ¡no!, cuatro guardaespaldas a tu disposición y…-
-¡Muchas gracias padre!-
-Sí, sí, pero prométele a tu padre que no te va a pasar nada ahí fuera-finalizó
Me entrené un montón después de esta gran noticia; aumenté mi tiempo de entrenamiento, aprendí a utilizar nuevas armas e instruí a algunos soldados. Me trasladaron a Córdoba, donde se preveía un contraataque.
Estaba entrenando, pues no tenía otra cosa en la cabeza que luchar y hacerme más fuerte y ágil, cuando vino mi padre. Me dio una gran noticia, podía ascenderme a capitana sólo si yo quería. Los beneficios eran que tendría un grupo al que dirigir e instruir, podría adquirir misiones especiales, y, sobre todo, que dispondría de un caballo.
La idea me maravillaba, así que acepté dando saltos de alegría. Estaba contentísima, esa misma tarde fuimos a escoger mi caballo. Había diez. Es verdad que había caballos más fuertes y rápidos que el que elegí, pero cuando lo ví me dí cuenta de que era diferente, especial, y así lo era. En la próxima semana ya sabía montar a caballo, porque Siber, mi nuevo amigo no me había puesto las cosas nada, nada difíciles. Yo sentía que él me entendía, y que yo le entendía a él. Le trataba y quería como a otro ser humano, como a un hermano.
Al final el esperado contraataque no llegó y sospechamos que se habían retirado, pero era una trampa. Yo lo temí desde el principio, pero en momentos críticos como éstos, mi padre no estaba dispuesto a valorar otros factores de los que veía. Yo no creía tan tontos a los cristianos. Pensaba que se habían replegado en la próxima ciudad que tendríamos que conquistar, ya que su líder conocía a mi padre y sabía que no iba a desperdiciar ni un segundo en tomar la opción de esperar o avanzar. Así pues, nos dirigimos a Toledo.
Éramos una tropa de diez mil hombres de los cuáles casi todos tenían miedo, ya que habían sido alistados en el ejército por obligación, ya que no había suficientes voluntarios. Contábamos con la ventaja de que la mayoría del imperio cristiano eran campesinos y artesanos. Llegamos y, evidentemente, yo tenía razón. Había unos catorce mil . Lo que más me extrañó fue que nos esperaban fuera de la ciudad, lo que me dio una idea. Mi padre se dispuso a mandar las primeras tropas al ataque cuando le interrumpí con mi plan: consistía en ir por detrás dando la vuelta a toda la tropa enemiga y asesinar a su líder. Dado que necesitaba un caballo, mi padre me escogió, pues en todos sus años como general nunca había encontrado a algún soldado digno de confianza como para encomendarle una misión como esta.
Sonaron las trompetas, el enemigo había tomado la iniciativa.Convencí a mi padre y me fui al campamento donde permanecían dos caballos más el mío. Los cogí y se los dí a dos soldados de mi escuadrón. Dimos toda la vuelta, casi un kilómetro más lejos de la batalla y llegamos. Les susurré a mis acompañantes que mantuviesen ocupados a los guardaespaldas del líder mientras que yo le mataba. Funcionó. Nos acercamos rápida y sigilosamente y dí el susto; una puñalada y cayó, pero emitió un grito ensordecedor que dió la vuelta a todos los soldados y, por si fuera poco, su caballo le dio una hoz al mío tirándonos a ambos. Como he dicho antes mi caballo y yo nos comprendíamos mutuamente, y en cuanto se incorporó, fue directo a los enemigos a llamar su atención sacrificándose para salvarme.
Así es, mi mejor amigo fue un animal y me entendí con él mejor que con cualquier otro se humano, pero ya se había ido. Los enemigos no actuaron de otra manera que la nuestra. Fueron directamente a por mi padre y consiguieron el mismo resultado. Con la muerte de su líder su ejército se desmoronó y pero el nuestro, consiguió conquistar la ciudad, ya que reuní el valor necesario a la hora de tomar la decisión. Logré mi objetivo, pero me salió muy caro.
De ahí en adelante guié al ejército musulmán hasta la victoria de León, pero en ese momento me retiré, porque ya no tenía edad y había sufrido muchas lesiones. Hoy todavía recuerdo a mi padre intentando imaginar que sonreía, y a mi caballo Siber y yo corriendo juntos por el país de los sueños y de la felicidad.

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